La semana pasada, durante mi ducha matutina, el agua caliente se convirtió en fría. Se acababa de joder el calentador eléctrico. Hicimos algunas consultas y un familiar nos dijo que se había estropeado la resistencia. Que saldría más caro arreglarlo que comprar uno nuevo. Con esa resolución, fuimos a unos grandes almacenes. Nos atendió un hombre y le preguntamos por los precios. Uno de los más baratos, adecuado para nuestras necesidades, rondaba los 300 euros. Y no basta con comprarlo: necesitas a alguien para que desmonte el anterior y coloque el nuevo. Con la mano de obra incluida, la cosa ascendía al doble: en torno a los 600 pavos. Vale, le dijimos, nos lo pensaremos. Luego fuimos a una de las pequeñas y modestas tiendas del barrio. Sólo por si acaso. El dueño, que nos había arreglado un par de chaperones en el piso, nos ofreció un calentador que, con la mano de obra, estaría en torno a los 240 o 250 euros. Aceptamos. A la mañana siguiente, llamaron para que un técnico fuera a revisar las características de la máquina antigua. Al verla, me preguntó qué le pasaba. Debe ser la resistencia, dije. Y el tipo contestó: Si sólo le pasa eso, puedo cambiarla en media hora. A mí me da igual, yo voy a ganar más dinero si compráis el calentador nuevo. Pero, hombre… es una pena gastar tanto y la reparación cuesta menos; mucho menos. Le dije que adelante. Y, por sólo 80 euros, cambió las resistencias y tuve agua caliente unas horas después. De camino a la tienda, para pagar, comentamos la jugada: ya no queda gente honrada, gente capaz de perder dinero para ayudar a un cliente. Así funcionaban los viejos negocios de barrio, hoy casi extintos. Ese trato se ha perdido. Le dimos las gracias al hombre. Y respondió algo que no voy a olvidar nunca: Somos los últimos de nuestra especie. Sí, amigo, pensé, la gente honrada es una especie en extinción.
José Angel Barrueco